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Inteligencia artificial: el progreso supera las reglas

  • Immagine del redattore: Gerardo Fortino
    Gerardo Fortino
  • 2 giorni fa
  • Tempo di lettura: 5 min

La inteligencia artificial es un término que en los últimos años ha dejado de ser técnico para convertirse en político , económico y cultural . Ya no es tema de conferencias universitarias ni de documentos de la industria: ha entrado en tribunales, hospitales, redacciones y salas de juntas . Y cuando una tecnología entra en estos espacios, la pregunta ya no es «qué puede hacer», sino «quién decide cómo usarla».


Según datos oficiales de la OCDE, ya en 2023, más del 55 % de las grandes empresas de los países miembros utilizaban sistemas algorítmicos avanzados en sus procesos de toma de decisiones. No para escribir poesía ni generar imágenes, sino para evaluar riesgos, asignar recursos y orientar las decisiones. En otras palabras, el poder de decisión ha comenzado a cambiar. Silenciosamente.


Inteligencia artificial

Inteligencia artificial y poder: ¿quién está realmente al mando?


El problema no es tecnológico. Es estructural. La Comisión Europea lo deja claro en los documentos preparatorios de la Ley de IA: los sistemas automatizados no son neutrales porque aprenden de datos no neutrales. Reproducen desequilibrios, los aceleran y los hacen escalables.


La Universidad de Stanford, en su informe del índice de IA (Fuente académica oficial), señala que el aumento de la capacidad computacional no ha ido acompañado de un aumento equivalente de la transparencia. El rendimiento aumenta, la comprensión pública disminuye. Aquí es donde surge la división: quienes controlan los sistemas comprenden el mecanismo, mientras que quienes están sujetos a ellos solo ven el efecto.


El poder ya no está en manos de quienes deciden, sino de quienes diseñan las reglas invisibles que deciden en su nombre.


Del laboratorio a la ley: el intento de perseguir el futuro


La Unión Europea es el primer bloque institucional del mundo que ha intentado una regulación integral. La Ley de IA no se creó para frenar la innovación, sino para definir su alcance. Clasifica los sistemas por nivel de riesgo, prohíbe algunas aplicaciones y restringe otras. Es un intento de legislar donde la tecnología avanza demasiado rápido.


Según el Parlamento Europeo, el punto crítico no es el uso comercial, sino el uso público: vigilancia , elaboración de perfiles , predicción del comportamiento . Cuando el algoritmo entra en el ámbito de los derechos fundamentales, la cuestión ya no es la eficiencia, sino la democracia.


Pero incluso aquí la paradoja es evidente: las leyes siempre llegan después.


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Inteligencia artificial y trabajo: ¿reemplazo o transformación?


El debate público tiende a simplificar: o un apocalipsis laboral o un renacimiento de la productividad. Los datos oficiales cuentan una historia más incómoda y menos espectacular. Según la Organización Internacional del Trabajo , los sistemas automatizados no están eliminando el trabajo por completo, pero sí están redefiniendo la frontera entre lo humano y lo replicable. Y esa frontera no se establece entre trabajos "calificados" y "no cualificados", sino entre tareas estandarizadas y tareas relacionales, de toma de decisiones y contextuales.


La verdadera sustitución no concierne al trabajador, sino a las partes del trabajo . Profesiones enteras no desaparecen, sino que se vacían desde dentro: algunas tareas son absorbidas por sistemas automatizados, otras se concentran en menos personas, y otras se vuelven residuales. El resultado es una polarización silenciosa: quienes controlan el proceso aumentan su valor, quienes lo sufren lo ven erosionarse.


Los informes oficiales del Banco Mundial y la OCDE convergen en un punto que a menudo se pasa por alto: la productividad crece más rápido que los salarios. No porque la tecnología lo dicte, sino porque la gobernanza laboral no se actualiza al mismo ritmo. Donde faltan políticas activas, capacitación continua y negociación adecuada, la innovación se convierte en redistribución inversa.


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Luego está un aspecto menos visible pero crucial: la responsabilidad. Cuando una decisión está respaldada por un sistema automatizado, el trabajador tiende a convertirse en un mero ejecutor de instrucciones. El riesgo no es la pérdida del empleo, sino la autonomía profesional. Y sin autonomía, el trabajo pierde su sentido incluso antes que los ingresos.


Por eso hablar solo de "reemplazo" es engañoso. La transformación ya está en marcha, pero no es neutral. Produce ganadores y perdedores, a menudo dentro de la misma organización. Y sin reglas claras, no es el mérito lo que marca la diferencia, sino la posición en la cadena de toma de decisiones.


En última instancia, la pregunta no es si el trabajo humano desaparecerá. Es quién controlará el trabajo transformado . Porque la tecnología puede reducir el trabajo pesado, pero no elimina el conflicto. Lo desplaza. Y quienes fingen no verlo no suelen estar del lado de quienes trabajan.


La inteligencia artificial como espejo, no como oráculo


El error más común es atribuir cierta autonomía moral o cognitiva a estos sistemas. Se habla de «decisiones algorítmicas», «elecciones mecánicas», como si se tratara de un sujeto. Pero no hay sujeto. Hay un reflejo. Preciso, amplificado, estadístico. Un espejo, en efecto.


Los sistemas automatizados aprenden de los datos históricos. Y los datos históricos son, por definición, el repositorio de nuestras decisiones pasadas. Si un algoritmo discrimina, no introduce un nuevo sesgo: hace que uno antiguo sea más eficiente. Si penaliza a un grupo social, no lo hace por malicia artificial, sino por coherencia matemática con un mundo que ya lo ha penalizado. La tecnología no corrige la realidad. La replica.


Este es el punto que a muchas instituciones les cuesta admitir abiertamente: el algoritmo no crea injusticia, la hace escalable. La lleva de una oficina a un sistema, de un escritorio a una plataforma, de una sola decisión a millones de microdecisiones automatizadas. Y es precisamente esta escala la que transforma el error humano en un problema sistémico.


Cuando decimos que un sistema "predice", en realidad queremos decir que calcula probabilidades basándose en lo que ya ha sucedido. No anticipa el futuro: lo proyecta hacia atrás. Es una diferencia sutil pero crucial. Porque un oráculo sugiere posibilidades. Un espejo restaura la fidelidad. Y la fidelidad, si la realidad inicial está distorsionada, no es una virtud.


Niña interactúa con IA

Las directrices éticas de la UNESCO y la OCDE enfatizan este punto con una claridad que rara vez se debate públicamente: la responsabilidad nunca recae en el sistema, sino en quienes lo adoptan, quienes lo entrenan, quienes deciden que el sistema puede reemplazar el juicio humano. Hablar de «culpa del algoritmo» es un atajo lingüístico que termina convirtiéndose en un atajo político.


Luego hay un segundo nivel, más sutil: el espejo no solo refleja, sino que normaliza. Cuando una decisión se automatiza, deja de ser discutida. Se vuelve "técnica". Y lo técnico, en la percepción colectiva, parece inevitable. Aquí es donde el riesgo no es tecnológico, sino democrático. Porque lo que ya no se discute, ya no se gobierna.


En este sentido, el verdadero peligro no reside en confiar en sistemas que cometen errores, sino en sistemas que parecen no cometerlos nunca. La ilusión de objetividad es más insidiosa que el error declarado. Porque el error humano puede cuestionarse. El error automatizado es frecuente.


Y por eso, seguir llamándolos "inteligentes" sin especificar qué reflejan es una simplificación peligrosa. No son oráculos que nos indiquen el futuro. Son espejos que nos obligan a mirar hoy lo que fuimos ayer. Y a decidir finalmente, conscientemente, si queremos seguir siéndolo.


Curiosidades que no son anécdotas


Según el Instituto Nacional de Estándares y Tecnología de EE. UU. (NIST), muchos sistemas avanzados no son completamente interpretables ni siquiera por sus desarrolladores. Funcionan, pero no explican. Esto supone un cambio de paradigma: por primera vez en la historia industrial, utilizamos herramientas que superan nuestra capacidad de comprensión completa.


No es la primera vez que sucede. Pero sí es la primera vez que sucede a escala cognitiva .


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Conclusión


La pregunta no es si esta tecnología es buena o mala. Nunca lo es, en sí misma. La pregunta es si las instituciones podrán estar a la altura de la tarea que ellas mismas han reconocido como histórica.


Las fuentes oficiales coinciden en un punto: el futuro no lo escriben los algoritmos, sino las reglas que los rigen. El problema es que las reglas requieren tiempo, consenso y responsabilidad. Tres cosas que el progreso tecnológico no espera.


Y cuando el futuro corre, la democracia debe aprender a caminar más rápido.


 
 

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